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En sus zapatos

Actualizado: 13 nov 2019

La labor de los agricultores en la Sabana de Bogotá es de admirar: el intenso clima, los constantes problemas y la poca ayuda por parte del gobierno, quedan opacados por el amor que tienen estos campesinos hacia su oficio de ser agricultores de Colombia.



Ser agricultor en Colombia es uno de los trabajos que más requiere tiempo, sacrificio y un sinfín de vocaciones que no se encuentran en cualquier persona. La labor de cultivar, cosechar, distribuir y comercializar, la hacen aquellos que aman el olor de la naturaleza y a quienes, por supuesto, no les da miedo ensuciarse las manos con la tierra árida en épocas de sequía y con el lodo en épocas de invierno, o trabajar horas extra (aunque algunos con suerte son bien remunerados, otros deben quebrarse el lomo tratando de sobresalir en uno de los oficios menos valorados y con pocos beneficios en el país). Los agricultores son más que simples cultivadores y cosechadores de alimentos y productos que abastecen a la sociedad colombiana, son personas que aman lo que hacen y, que si se les preguntara, elegirían siempre volver a ser agricultores.


Es cierto que la agricultura en Colombia, como oficio, no es el mejor ni el más próspero, pero claramente es lo que nuestros antepasados nos han dejado como legado. Los niños campesinos desde muy pequeños aprenden y conviven en un entorno donde la agricultura es la primera fuente de ingresos en una familia que vive en el campo. Muchas personas que emigran con sus conocimientos a distintas regiones del país, transmiten de generación en generación una serie de habilidades innatas que van mejorando a medida que pasa el tiempo.


La trazabilidad en la agricultura se ha vuelto invisible para aquellos que creen que la vida de un agricultor es fácil. A ellos (los campesinos) nadie los escucha, nadie los entiende, pero ellos trabajan todos los días en pro de la sociedad. Por eso, decidimos salir a entrevistar, en la sabana de Bogotá, a un agricultor que nos pudiera hablar sobre su vida, su trabajo y sus retos diarios.


Un cielo azulado, con pinceladas de nubes blancas, nos acompañaba en La Conejera, en la localidad de Suba. Desde la montaña, donde está ubicada La Hacienda La Conejera, se ven decenas de cultivos con sus delicadas líneas verticales y horizontales que satisfacen a cualquiera por su organización, su exactitud y su perfección. En estos cultivos se siembra, por ejemplo, lechuga, zanahoria, maíz, rábano y espinaca, entre otros alimentos, en los que afortunadamente nadie tiene contacto con estos cultivos, pues en varias zonas aledañas, las grandes empresas han explotado cientos de terrenos para beneficiarse económicamente y no, para beneficiar a la comunidad.


Cuando llegamos, los agricultores que estaban allí nos miraban de reojo y de manera intimidante, quizás creían que teníamos malas intenciones por tener una cámara en la mano pero al mismo tiempo, también estábamos nosotros, desconfiando de estas personas y dudando de la información que podíamos obtener de ellos; sin embargo, todo cambió cuando entablamos nuestra primera conversación: les contamos a todos ellos sobre nuestro trabajo, nuestro objetivo y nuestra independencia periodística. A pesar de sus miradas frías y cortantes, no era más que una mala percepción de nuestra parte, pues en esas miradas se escondían grandiosas personas. Hablamos con unos y con otros, pedimos permisos para grabar aquí y allá, hicimos, literalmente, lo que quisimos a partir de ese momento.


Sus experiencias de vida y sus historias de trabajo nos hicieron dar cuenta de que a pesar de las dificultades que viven a diario, es posible hacer todo con una sonrisa en la cara. Una de esas personas era Miguel Arcángel Acosta, o como lo llaman sus amigos, Don Uriel, un señor de aproximadamente 50 años, de contextura gruesa pero con un carisma y un interés por colaborarnos demasiado grande. Él inmediatamente nos mostró sus cultivos, nos contó sobre su labor como agricultor y sobre la pasión por ese oficio tan laborioso pero tan poco rentable el país.


Luego de una charla amena pero corta, Uriel nos dio, amablemente, libertad para caminar por medio de los cientos de hectáreas de sus cultivos. Anduvimos por una trocha que estaba totalmente llena de barro y de agua, pues el día anterior había llovido torrencialmente en la sabana de Bogotá. Nos embarramos los tenis (inocentemente no nos vestimos acorde a lo que estos cultivos exigen), nos ensuciamos las manos y nos quemamos el cuello y la cara por el sol que picaba de una manera abrumadora.


Luego de haber caminado casi dos kilómetros y de haber tomado una que otra foto, llegamos a un cultivo de lechuga. Allí estaba un señor subiendo cajas llenas de lechuga crespa a su camión, listas para la distribución, en el que nosotros sin pensarlo empezamos a tomar fotografías. Este señor, sin peros en la lengua, nos preguntó que qué necesitábamos. Quedamos un poco sorprendidos por su hostilidad, y decidimos contarle sobre nuestro trabajo. De un momento a otro su rostro cambió y su desconfianza se desvaneció. El señor nos dejó pasar amablemente a sus cultivos hidropónicos (tubos con corrientes de agua sobre mesas y no sobre la tierra) en los que resplandecía ese hermosos color verdoso que hacía ver, estéticamente a la lechuga, como un alimento fenomenal. Mientras íbamos fotografiando los cultivos nos encontramos con dos jóvenes que estaban organizando la lechuga. Estas personas, de quizás 25 años aproximadamente, nos preguntaron si queríamos una foto de la lechuga en el que se viera el proceso de cosecha, por lo que inmediatamente empezamos a tomar fotografías. Sus manos, un poco sucias por la tierra, y sus trajes mojados por el agua de los cultivos hidropónicos, quedaron inmortalizados en el lente de nuestra cámara.


Al final agradecimos, tomamos la última foto y nos fuimos con una sonrisa en la cara. A pesar de no tener una entrevista con estas personas, entablamos una comunicación certera con los trabajadores, y eso es, quizá, lo más gratificante de esta profesión (del periodismo). ¿Por qué es lo más gratificante? Bueno, hablamos desde el principio con la verdad y nos abrieron las puertas de sus cultivos sin saber quiénes éramos ni qué queríamos. Nuestro primer acercamiento sería, entonces, un total éxito.


El sol de mediodía empezaba a caer y lo único que habíamos llevado era un saco, una gorra y una chaqueta para cubrirnos los brazos. Ya estábamos rojos, teníamos la cara descubierta y el intenso clima ya hacía de la suyas con nosotros; sin embargo, esto no fue un problema para seguir adelante con este trabajo que nos hacía pensar como decenas de personas que trabajan allí se exponen a estas temperaturas y nosotros, quienes solo estábamos para este trabajo, cómo no íbamos a poder sobrevivir por unas cuantas horas bajo el sol.


Luego de haber estado en estos cultivos de lechuga empezamos a hacer unas tomas de video con un dron. Después de 15 minutos (que es el tiempo máximo de vuelo), revisamos el material grabado y quedamos sorprendidos: los videos eran espectaculares, había tomas de los cultivos, todas simétricas y coloridas, y en algunas se veían los agricultores haciendo su trabajo, inclusive, muchos de ellos miraban hacia arriba como si el dron tuviera vida y los estuviera saludando.


Después de toda esta travesía por los cientos de hectáreas de cultivos, volvimos a donde estaba Don Uriel. En ese momento caminamos hacia el centro de un cultivo de rábanos, clavamos el trípode en la tierra que acaba de ser regada y prendimos la cámara, preparamos al entrevistado y empezamos con las preguntas. Después de finalizada esta entrevista, concluimos dos cosas: la primera es que los agricultores aman su oficio y no precisamente por lo que ganan (en términos económicos), sino por lo que ellos le pueden retribuir a los demás gracias a su labor. Y lo segundo, la injusticia de no tener acompañamiento por parte del gobierno ni de ninguna federación, porque según Don Uriel, “sólo ayudan a las personas de arriba, a los que ya están en la cima”, lo que en pocas palabras se refiere al nulo apoyo que reciben los medianos y pequeños agricultores en Bogotá y/o en casi toda Colombia.


Después de una larga conversación post entrevista, vimos a un señor en la lejanía, quien aparentemente estaba fumigando un cultivo, recién sembrado, de espinaca. Decidimos caminar hacia él, pues desde que lo vimos sabíamos que nos daría una entrevista. Cuando llegamos, él nos vio desde lo lejos y sabía a lo que íbamos, pero Don Uriel fue nuestro puente de comunicación para no intimidar a este señor con nuestras cámaras. Luego de 10 minutos haber llegado, y mientras terminaba su trabajo, se nos acercó y se presentó: su nombre era Ciro. Este señor de aproximadamente 60 años, de estatura baja y de una humildad impresionante, accedió para hacerle la entrevista. Nuestra primera pregunta fue sobre si amaba lo que hacía y él, con una respuesta tajante, dijo: “todo esto que hago me gusta. No le veo lo malo. Todo es bueno”.


Sorprendidos nosotros, le preguntamos sobre las dificultades y sobre nuestro enfoque, pero a todo le daba una respuesta positiva. Le tomamos fotos y en todas, siempre había una sonrisa en su cara. Ciro, a pesar de su timidez, nos demostró su lado humano, pues le sonríe a las adversidades y sale adelante con lo que tiene. Empezamos a irnos, y desde la lejanía, él nos preguntó si le podíamos mandar el trabajo periodístico cuando finalizara y nuestra respuesta fue un rotundo sí. ¿Nuestra conclusión? Realmente le importó lo que hacíamos, a diferencia de muchos otros que evitan ver su propia realidad.


Los agricultores que trabajan en esta Hacienda lo hacen con gusto y con pasión. Muchos porque heredaron de sus familias hacer esto y a otros porque les tocó, pero definitivamente todos lo hacen con ganas. ¿Ayudas del gobierno? Ninguna. Todos se sostienen con lo que les da el “patrón”, como lo llaman ellos, un gran jefe. Trabajan duro, muchas veces más de las ocho horas normales de trabajo, pero ya viven con eso como si fuera parte de su vida. Sembrar, cosechar y montar al camión para que llegue a Abastos, es una rutina diaria de la que ninguno está, hasta el momento, agotado.


Las sonrisas florecen, el sol ilumina estos coloridos cultivos y el aire transporta vida. Aunque el clima es fuerte, el sentido de pertenencia continúa y estas personas, realmente, son sujeto de admiración pues el sacrificio que hacen diariamente por todos nosotros, como consumidores, es muy alto.

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